El único problema fue al volver (“volveremos de Tegueste, cueste lo que cueste”, no paraba mi padre, la seta, de repetir, estaba un poco pesado), porque además de las enormes colas de tráfico, mi madre se puso algo deprimida al darse cuenta de que mi trajito de mago había quedado completamente desbaratado: “¡es que he crecido, y ya no me sirve”, le decía a mi madre, y tenía algo de razón, pero yo también tuve algo de culpa, porque la verdad es que la ropa de mago siempre me da calor, así que acabo tirándome del cuello de la camisa, luego me quito el chaleco y me lo pongo de sombrero, me rasco en las piernas porque la tela negra me pica muchísimo, y me bajo las polainas hasta los tobillos, que luego se restriegan todas y acaban sucias del suelo, y el suelo de una romería es de lo peor que uno se puede echar a la cara, porque además de tierra hay huevos duros y ciruelas escachadas y el premio gordo, que es la bosta de vaca.
Menos mal que al final me salvé de la ira de mi madre, gracias a mi padre, que aunque sea una seta también tiene un estómago que no fue capaz de aguantar el mareo en la cola dentro del coche, y terminó por dejar su traje muchíiiisimo peor que el mío, y mejor no les cuento más detalles.
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