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La vida secreta de las pelucas




                   Mi familia es abiertamente animista. Para eso somos una familia de setas, y a mucha honra. Por eso, en mi familia, los disfraces de carnaval son una cosa delicada que se trata con el mayor de los respetos.

            Desde pequeño me enseñaron a horrorizarme con el maltrato caprichoso que se le ofrece habitualmente a purpurinas, maquillajes y complementos: encontrados a última hora, asaltados con un denigrante ‘tú mismo me vales’, usados y arrojados por fin a cualquier altillo hasta el próximo año cuando, de nuevo y casi por sorpresa, se tenga el capricho de disfrazarse...

            En casa, por contra, desde que pasa la navidad, comenzamos a pensar en nuestros disfraces. Nunca lo hemos hablado, pero es así. Al pasar cerca del armario, te das cuenta y sabes que tu peluca está ahí, esperándote, junto con la de tu padre. Por fin llega el día, y disponemos cuidadosamente todos los disfraces, hasta los que nunca nos pondremos, sobre la
cama de invitados, para poder acariciarlos ocasionalmente entre nuestras labores cotidianas. Y una cosa que nunca, nunca, hacemos es preguntarnos de dónde ha salido esta peluca, si hace tres años que no la veíamos por casa. ¡Somos muy cuidadosos con lo que nos ponemos en la cabeza!

 

 

Micelio Muscario, redactor jefe de El Chikiplán

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www.elchikiplan.com



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